Vivimos en una generación que ha perdido mucho de los valores con que fuimos criados, entre esos valores el uso de palabras vulgares en nuestras conversaciones. En lo particular, a ningún hijo de mi papá se le toleraba pronunciar una mala palabra delante de las personas mayores, muy especificamente de nuestra abuela y tías. Papá "nos hacía tragar los dientes" como decimos en buen dominicano si a alguno de nosotros se le ocurría pronunciar una mala palabra.
Desde muy jovencito aprendí a diferenciar ente una vulgaridad y un termino aceptable y mi aparato para medir la diferencia fue la formación que me dio papá, y encima de eso, me convertí al evangelio desde joven, aquel evangelio en el que no tenían cabida las malas palabras.
Aprendí que cualquier palabra que cuando niños no podíamos pronunciar delante de nuestros padres, de nuestros maestros de escuela o aun delante de personas mayores, fue y sigue siendo una "mala palabra".
Sería entonces contraproducente que delante de nuestros antepasados no nos atrevíamos a pronunciar ciertas palabras y delante de Dios sí.
Desechar las malas palabras de nuestras conversaciones es un mandato divino dado a los creyentes através del apostol Pablo. En Efesios 4:29 dice Pablo: Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.
Es una afrenta contra Dios que con la misma boca que alabamos su nombre, pronunciaos aquellas palabras que sabemos a ciencia cierta que son vulgaridades en nuestro idioma, dialecto, regionalismo, cultura, forma de hablar o como quieran interpretarlo aquellos que rehusan apartarse de ellas.
Estas no son solo un léxico moderno inofensivo, son una forma de contristar u ofender al Espíritu Santo de Dios que mora en nosotros.
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